martes, 23 de agosto de 2011

Una cruz blanca sobre fondo rojo.



Este año el Destino me ha llevado a Suiza. Estaba quizás predestinado. Un compañero de andanzas deportivas, llevaba tiempo anunciándome sus intenciones de emigrar al país alpino. Sé que no volverá, le deseo lo mejor, se lo merece. Yo sin embargo he vuelto de mi periplo, pues haciendo honor a la dicotomía entre turista y viajero, siempre que emprendo un viaje espero regresar.

Como peregrino profano adentrándose en tierras desconocidas, uno se guía por los arquetipos que conoce previamente de la cultura que va a visitar. En el caso de Suiza, algunos tópicos se inclinan reverencialmente ante lo que creo es una globalización más. El país que posee ciudades consideradas como de mayor calidad de vida en el mundo, no escapa a los vicios y las virtudes de Occidente. Algunos jóvenes haciendo botellón ensuciando jardines y calles, policía aduanera malencarada, focos urbanos centrados en el turismo irredento y por supuesto pobreza; el mal acuciante de la eterna crisis de la desigualdad.

Un país aislado de la tremebunda historia de Europa. Enmarcado en postales alpinas, rodeado de lo que decidí en llamar in situ “las fronteras de Dios” (si es que las tiene) nos invitó a saborear sus delicias tanto materiales como espirituales. De esta manera, su sagrada imagen deja un poso bucólico en mi asfáltica alma que me recuerda a lo que Hölderlin cantó: ese dios llamado Naturaleza, que en los Alpes se puede esquiar tanto en verano como en invierno.

Ahora, tras el reposo del viajante (que no viajero) escribo esta breve semblanza con un bolígrafo bañado en el sempiterno e inefable diseño suizo: la cruz blanca sobre fondo rojo bermellón. Y creedme, la tinta fluye suavemente y la escritura resulta sedosa al tacto, como el país helvético.

A pesar de los vicios y virtudes que algunos preconizan como síntoma de la decadencia de Occidente, llevaré en mi memoria un vergel montañoso lacustre, aromatizado por olores a queso y fino paladar lechoso, mientras paseo por la historia viva de vetustas calles en Basilea y Lucerna, en tanto un bohemio oriundo le regala una obra de Herman Hesse a mi compañera de viaje.

Como su historia, creedme, entrar y salir del mundo suizo, puede ser una aventura que hay que vivir para contarla. Como algún día seguramente hará mi compañero deportivo tras años de vida en un viaje alpino sin retorno, pero bajo la misma bandera: una cruz blanca sobre fondo rojo.


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