sábado, 8 de enero de 2011

La ceguera comunicativa de la Navidad.

El comportamiento de la sociedad en Navidad suele ser el mismo cada año. Las apreciaciones son subjetivas, apreciaciones de cada uno, pero el arquetipo navideño se mantiene: cenas de empresa, niños, luces y una especie de vorágine de fin de año en la que se aprieta el calendario.

Sin embargo hay signos que también se repiten y que hacen dudar del efecto filantrópico de la Navidad. Uno de esos días previos a las celebraciones, tuve que sumergirme en unos grandes almacenes alimenticios. Digamos que el momento se trataba de una hora punta en esos días de tremenda agitación cuantitativa. Y digo bien, cuantitativa que no cualitativa. Soy comunicador de estudios y por sana deformación profesional, me fijo en detalles expresivos de las personas. Ese día, lo que observé, lo que sentí, me hizo dudar de la aceptación que tenemos de la Navidad.

El ambiente en el supermercado era de lo más populoso: una gran muchedumbre encerrada entre paredes de un sótano. Desde ese subsuelo no había ventana por la que liberar la vista. Todos los que estábamos ahí, teníamos misiones específicas y había que cumplirlas en la mayor brevedad posible. No muy lejos de la lucha contra el tiempo, la celeridad en los andares de la gente iba de la mano de su carácter. Todos estábamos inmersos en la misión navideña de ese momento. El ambiente se palpaba atroz, frío, distante y apremiante. Y no había tiempo para tactos humanos, no había tiempo para el sosiego del alma. Tanto es así que con horror vi cómo determinados departamentos culinarios se convertían en túmulos de griteríos. Aglomeraciones de público asistiendo a la demanda de un acto público. La dispensadora de pan difícilmente podía controlar su histeria. Retazos de sus nervios salían por la boca a través de un lenguaje violento. Saetas envenenadas con la mirada y los gestos. Estos últimos, irradiantes de una fuerza muscular tensionada que se hacía notar en los golpes de mesa cuando dejaban las grandes cestas de pan.

Las personas no se miraban entre sí. Y si lo hacían era parapetadas detrás del escudo romano que cubre el cuerpo y asomando sólo la lanza. Como avisando a la defensiva de que no habrá diálogo si se intenta la comunicación. A su vez, moverse en ese farragoso barro humano era arduo y empalagoso. Los empujones obligaban a virar el cuerpo y los carritos bloqueaban cualquier camino recto. Es decir, como la vida misma. Las esperas, angustiosas, y el ruido, embrujo para la intranquilidad. Cajeras autómatas y unas tremendas ganas de evasión intentando ver el exterior, totalmente ausente: cualquier mirada no alcanza más de un anaquel o un transeúnte.

Visto el pequeño ecosistema formado en un día clave a horas prohibitivas pero necesarias, uno se pregunta si esto es Navidad. Rebosar hiel por la boca, andar atropellando como si fuésemos los automóviles que infestan las ciudades, y lo que es peor, ensombrecer esa comunicación que nos hace seres vivos. Lanzar mensajes violentos para que no nos ataquen, no nos distraigan, no nos impidan conseguir ese preciado alimento. Sazonar insultos con delicadas viandas, empujar excusados prontamente y arrojados al objetivo. En definitiva, convertirnos en obedientes acólitos de un espíritu ya corrupto del todo. ¿Eso es la Navidad?. Obviamente, se puede argüir que no, por lo menos para los niños. Ciertamente, por ellos está la Navidad intuyo, no por lo adultos. Ya muerto el niño que llevamos dentro, ahora corrompemos el mensaje de humanidad, de paz para convertirnos en un elemento más de estas fiestas.

Visto lo visto en aquella jornada, en la hora punta de un día clave, me pregunto si todos ven con buenos ojos la Navidad, si todos la aceptarían como tal. Si alguno preferiría quitarla. Habrá que reflexionar sobre nuestros hábitos sociales y una vez más, en nuestra capacidad de respeto y tolerancia. Feliz año nuevo.


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